Consérvame las conservas

Un cuento nostálgico sobre las conservas de tomate que hacía la abuela y un propósito de año nuevo: recuperarlas.

Consérvame las conservas

Un relato nostálgico sobre las conservas de la abuela

Imagen de Alina Kuptsova, en Pixabay.

A casa de la abuela siempre llegábamos bien, con el coche de mi madre. De vuelta, los bajos rascaban con cualquier pequeño bache de la carretera. Mi padre tenía claro de quién era la culpa.

– Son los potes estos, los tendríamos que haber dejado en casa la abuela.

– ¿Y la harías tú, la salsa de tomate?

– No, la compraría en la tienda de abajo.

Eran los años setenta y siempre que íbamos a casa la abuela, nos llenaba el maletero con las conservas que había hecho a finales de verano. Su casa estaba en medio del campo. Hacía generaciones que la familia vivía allí, y desde que se instalaron habían tenido un huerto bien grande. A la abuela les gustaba cosechar tomates, que recogía durante el verano. Cuando el calor aflojaba y a nosotros nos faltaban pocos días para irnos del pueblo, lo paralizaba todo y se dedicaba a hacer potes de conservas de tomate.

Del armario del comedor sacaba muchos potes de cristal y los dejaba abiertos encima de la mesa. En la cocina, ponía tomates a hervir en la olla más grande de la casa. Cuando los tomates estaban suficientemente calientes para poder pelarlos sin que resultase una tarea demasiado complicada, nos llamaba a todos los nietos y nietas para que la ayudásemos. Cuando los teníamos pelado, los poníamos en los potes que la abuela había dejado en el comedor, y ella los iba rellenando con aceite de oliva. La tarea difícil se la reservaban para ella y mi padre. Cogían los potes cerrados y los ponían en una olla con agua hirviendo para sellaros al baño maría. Mi madre se encargaba de ir guardarlos en los armarios de toda la casa.

Con las moras que recogíamos también hacíamos conservas, mermeladas, las más ricas que he probado. Durante la vuelta a casa, el maletero quedaba lleno de potes de conserva. Cuando llegábamos al garaje siempre había discusiones por quien era el encargado de subirlos hasta los armarios de la cocina. Pero pese todo el trabajo que representaba hacer las conservas y acabar teniéndolas guardadas en la despensa, a todos nos gustaba poder comer aquellos tomates tan ricos durante todo el año. ¡Salía una salsa espectacular!

Cuando la abuela se hizo demasiado mayor para cocinar, nadie le tomó el relevo. Cuando el verano acababa, la despensa quedaba llena de tomates que al cabo de pocas semanas se pudrían. En nuestra casa, la salsa la pasamos a comprar en los supermercados. No era tan buena, pero nunca nadie se quejó.

El otro día hablaba con unos amigos que, como yo, ya rozan la sesentena. Ellas y ellos también recuerdan algunas recetas de aprovechamiento que hacían sus abuelos y abuelas. Paula nos contó que, del pan seco, su abuelo hacía migas, y Juan aseguró que su abuela hacia sopas mallorquinas. Ninguno de nosotros ha seguido con la tradición familiar. De hecho, pocos de nuestros padres y madres lo han hecho. Desde que las abuelas y abuelos faltaron, la norma pasó a ser la de tirar todo el pan seco y comprar tomates que no fuesen de temporada. Y si se pudrían, acababan en la basura. Hoy en día queremos recuperar las prácticas de nuestras abuelas y abuelos porque nos hemos dado cuenta de que el derroche alimentario es un problema medioambiental grabe.

Con los amigos decidimos cambiar nuestros hábitos de consumo y de cocina para reducir el derroche alimentario doméstico. De momento, voy guardando los potes de cristal de los productos que consumo porque, cuando llegue el verano, haré conservar de tomate. Como las que hacía la abuela.